II. Pacto entre caballeros
II. Pacto entre caballeros
Entonces viene Marc, hecho un bólido, pensando en que todos se han confabulado en contra de él, y es cuando pienso que este tipo está realmente loco, y tiene esa vena en la frente que late, y late, y sigue latiendo mientras dice:
- ¡Gustavo!
- ¿Qué te sucede?
Estamos sentados en una banquita en el parque frente a su casa, y yo armo un wiro. Tengo el cabello despeinado y la cabeza hecha un lío.
Marc está hablando como un desquiciado.
- Tranquilízate, por Dios, Marc. Fuma un poco.
Prendí el wiro. Marc volteó su angustiado cuello y miró por un segundo más el parque y la nada. Era invierno del 2000, y el frío era estremecedor.
- Tranquilízate Marc, nada sacas apurando conclusiones.
Era odioso tener que aguantarlo, pendiente de Lucciana y Marcel, y tener que aguantar sus celos, mientras yo estaba tan arruinado, tan celoso y tan angustiado como él. Di otra buena calada a aquel enorme wiro.
- Gustavo, ¿tienes necesariamente que fumar esa mierda?
Era sábado al mediodía. Había llamado a Lucciana. Celular apagado. Fui a buscar a Marc.
- ¿Llamaste a Lucciana?
- No.
- Es una perra total, verdad.
Asentí.
- Lo que dices es muy cierto, hermano.
En seguida me asaltaron otra vez las dudas y el fuerte malentendido de estas últimas semanas del mes de agosto y septiembre. La transformación final de Lucciana (de un suave materialismo light a un fuerte mierdismo constante, propiciado fundamentalmente por mis amigos y yo) el suave tintineo de las gotas de lluvia y el tropezarnos siempre con la misma realidad. O sea, éramos tan unidos y estábamos tan sumergidos en la misma mierda, que nos enamorábamos de la misma chica y los sentimientos (abundantes) se mezclaban, se transformaban en una misma cosa, extraña para todos nosotros.
- Dime, tienes que fumar esa cosa... -repitió Marc.
- Tranquilízate.
Miro a través de los árboles y la distancia. Era como si alguien estuviera pendiente de nuestros actos.
Me dijo que estaba arreglando su computadora (era algo que siempre hacía Marc, intentando desfogar su ansiedad) y que lo buscara más tarde, porque estaba ocupado arreglando su computadora y porque Lucciana era una perra.
Lo dijo en inglés, como jugando:
- Bitch, bitch, bitch...
- Vamos Marc.
Se sentó en su sillón. Desde allí el pálido cielo de septiembre se volvió negro. Marc tomó algo como una pinza y empezó a manipular una cosa verde llena de cables. Empezó a balbucear.
- ¿Por qué no vas a buscar a Marcel y lo traes?
El cuarto estaba oscuro. Sonaba algo como una estufa en alguna parte. Arrojé los anteojos de sol de Marc encima del sillón y me puse de pié.
Marc me llevó hasta la calle. Nos sentamos en aquella banca, en el parque, y me puse a armar el wiro sin ningún motivo aparente. Marc seguía hablando de Lucciana, como si ya no existiera nada más en el mundo, y alrededor nuestro la gente estaba sumamente cansada, los ancianos avanzaban lentamente por la vereda y la gente llevaba muecas horribles en la cara. Otra vez con los anteojos de sol puestos todo se ve oscuro y el cielo está lleno de señales.
Es invierno.
Marc (que siempre ansió una vida perfecta) se pone finalmente de pié y dice cosas como: tenemos que conseguir chicas bellas, tenemos que conseguir dinero, tenemos que salir los sábados a la noche a bailar.
- Avísale a Marcel -me dice.
Yo le contesto frunciendo el ceño, despidiendo una nube de humo en su cara. Marc dice que ninguna chica se va a acercar a mí mientras siga con esta absurda actitud. No mientras sea un fumón y no me bañe.
- Vete a la mierda -le digo.
Escuchamos en un casete un disco con lo que según Marcel es lo último, pero lo último, de Andrés Calamaro. Dice que es un disco quíntuple, un álbum sin precedentes en la historia. La cosa es que anoche Marcel estaba en un micro sin interesarse por nada en especial, mientras (no sé si regresaba de la Universidad o de la casa de quién) por la radio un tipo comentó que a las once de la noche iban a pasar el último disco de Andrés Calamaro, después de Honestidad Brutal (1999). Así que el disco se llama El Salmón y Marcel lo grabó apenas llegó a su casa. Es noviembre del año 2000.
Nada sigue ningún tipo de ilación y todo parece producto de altas dosis de anfetaminas. Y yo, para variar, sigo fumando mientras me dirijo pasaje por pasaje hasta la casa de Marcel. Los árboles son verdes y están llenos de hojas, y los caracoles este invierno se reproducen con especial rapidez (no quisiera imaginarme cómo se tira un caracol a otro, pero es inevitable) y antes de seguir con este pensamiento, la señora Beltrán, que es una señora algo mayor que pinta cuadros paisajistas y vive en el primer piso de la casa de Marcel, me aborda en una conversación innecesaria cuando todavía no he terminado de apagar el cigarro de marihuana que estoy fumando.
- Hijo, tienes que pasar un día a mi casa a tomar un café.
Asiento amablemente con la cabeza y subo por la escalera caracol (otra vez esa imagen) que me conduce a la puerta donde se supone encontraré a Marcel. La señora Beltrán sigue mirándome mientras revisa algunas de sus flores. Yo sólo espero encontrar a Marcel en condiciones como para discutir algunas cuantas cosas.
- Eres tú -me dice. Se hace a un lado y me deja pasar.
Su habitación está hecha un desastre. No es nuevo, pero por algún motivo cae a pelo con el contexto. Suena el casete pirata en el que anoche grabó el primer disco del nuevo álbum de Andrés Calamaro y yo le digo que me parece bien. Marcel dice que debe ser el único en esta ciudad que tiene las canciones del primer disco de El Salmón. Y yo le digo que eso no debe ser cierto del todo.
- ¿Adónde te estás yendo? -le pregunto mientras me recuesto en el sillón rojo en medio de su sala, y lo contemplo caminar de un lado a otro dejando ropa limpia y ropa sucia por doquier.
Marcel me mira algo confundido, y en seguida dice que va a encontrarse con esa tía afrancesada con la que se acostó hace tiempo. Mira con melancolía la sala. Tiene puesto un par de calzoncillos bóxer que le llegan a las rodillas y una camisa a cuadros algo (completamente) pasados de moda. Y por alguna razón esa imagen me conmueve y pienso en que no le creo nada, porque ese sujeto sabe que yo sé que él está igual de enganchado con Lucciana (a quién yo le presenté, no sólo a él, sino a todos) igual de enganchados que yo, o que Marc, o que cualquiera de nosotros. Y con la diferencia de que él tiene que ir a verla porque a Lucciana se le antoja, a Lucciana se le antoja él y no yo. Y es por eso que Marcel tiene que partir de inmediato a su encuentro.
Salimos de su casa y bajamos por la escalera caracol. La señora Beltrán se despide de nosotros con una sonrisa y el señor Beltrán (no me había percatado de él hasta ahora) lanza una carcajada, y yo me pregunto por qué diablos se tiene que parecer tanto a Roberto Bolaño. Una nube de humo llega a mis narices a la altura del parque. Son la una de la tarde y ya la gente a nuestro alrededor almuerza tranquila en su casa. Marcel se da un tiempo para darme un poco más de fumar y comenta una canción de Calamaro que termina con el sonido de una bomba nuclear. Marcel fuma y se ríe. Comentamos algo sin importancia y en seguida él toma un micro y se va.
Me pregunto si por fin mi pinta de adolescente recatado fue reemplazada por la de fumón sin remedio. Espero que no demore demasiado el cambio.
Me olvidé de avisarle a Marcel que su gran amigo Marc ha decidido cambiar definitivamente de estilo de vida, en vista de que la bohemia marginal que decidimos llevar hace tiempo (nada de consumo, nada de progreso, nada de expectativas de vida) no nos ha traído otra cosa más que una decadencia adolescente. Hace días que no me baño, ni me afeito, ni me cambio de ropa.
El colegio se ha vuelto una especie de criatura antropomorfa que me persigue a todos lados. Mi mejor amigo, Walter (en otras épocas fiel jugador de fútbol en la canchita de cemento e hincha incondicional de Alianza Lima) se unió a nosotros. Estábamos hartos de sistema y del cruel destino de sus detractores, queríamos ser hippies y no nos importó volvernos oscuros. Leímos a Kerouac y leímos American Pycho. Finalmente encontramos a una chica capaz de entendernos, capaz de unirse a nosotros, y resultó todo mal. Resultó que la volvimos mala, y le metimos un montón de cosas erradas en la cabeza. Le enseñamos a usar drogas y ahora ella se salió de nuestro control. Empezó a actuar por sí sola y nos hizo daño. Al menos a mí me hizo daño, y sé que no pasará mucho hasta que esto explote.
Ahora el pacto entre caballeros que teníamos no vale de nada, y se ha vuelto un pacto silencioso, de yo no digo, yo no hago nada, ni me muevo de mi guarida, ni tengo a nadie.
Entonces viene Marc, hecho un bólido, pensando en que todos se han confabulado en contra de él, y es cuando pienso que este tipo está realmente loco, y tiene esa vena en la frente que late, y late, y sigue latiendo mientras dice:
- ¡Gustavo!
- ¿Qué te sucede?
Estamos sentados en una banquita en el parque frente a su casa, y yo armo un wiro. Tengo el cabello despeinado y la cabeza hecha un lío.
Marc está hablando como un desquiciado.
- Tranquilízate, por Dios, Marc. Fuma un poco.
Prendí el wiro. Marc volteó su angustiado cuello y miró por un segundo más el parque y la nada. Era invierno del 2000, y el frío era estremecedor.
- Tranquilízate Marc, nada sacas apurando conclusiones.
Era odioso tener que aguantarlo, pendiente de Lucciana y Marcel, y tener que aguantar sus celos, mientras yo estaba tan arruinado, tan celoso y tan angustiado como él. Di otra buena calada a aquel enorme wiro.
- Gustavo, ¿tienes necesariamente que fumar esa mierda?
Era sábado al mediodía. Había llamado a Lucciana. Celular apagado. Fui a buscar a Marc.
- ¿Llamaste a Lucciana?
- No.
- Es una perra total, verdad.
Asentí.
- Lo que dices es muy cierto, hermano.
En seguida me asaltaron otra vez las dudas y el fuerte malentendido de estas últimas semanas del mes de agosto y septiembre. La transformación final de Lucciana (de un suave materialismo light a un fuerte mierdismo constante, propiciado fundamentalmente por mis amigos y yo) el suave tintineo de las gotas de lluvia y el tropezarnos siempre con la misma realidad. O sea, éramos tan unidos y estábamos tan sumergidos en la misma mierda, que nos enamorábamos de la misma chica y los sentimientos (abundantes) se mezclaban, se transformaban en una misma cosa, extraña para todos nosotros.
- Dime, tienes que fumar esa cosa... -repitió Marc.
- Tranquilízate.
Miro a través de los árboles y la distancia. Era como si alguien estuviera pendiente de nuestros actos.
Me dijo que estaba arreglando su computadora (era algo que siempre hacía Marc, intentando desfogar su ansiedad) y que lo buscara más tarde, porque estaba ocupado arreglando su computadora y porque Lucciana era una perra.
Lo dijo en inglés, como jugando:
- Bitch, bitch, bitch...
- Vamos Marc.
Se sentó en su sillón. Desde allí el pálido cielo de septiembre se volvió negro. Marc tomó algo como una pinza y empezó a manipular una cosa verde llena de cables. Empezó a balbucear.
- ¿Por qué no vas a buscar a Marcel y lo traes?
El cuarto estaba oscuro. Sonaba algo como una estufa en alguna parte. Arrojé los anteojos de sol de Marc encima del sillón y me puse de pié.
Marc me llevó hasta la calle. Nos sentamos en aquella banca, en el parque, y me puse a armar el wiro sin ningún motivo aparente. Marc seguía hablando de Lucciana, como si ya no existiera nada más en el mundo, y alrededor nuestro la gente estaba sumamente cansada, los ancianos avanzaban lentamente por la vereda y la gente llevaba muecas horribles en la cara. Otra vez con los anteojos de sol puestos todo se ve oscuro y el cielo está lleno de señales.
Es invierno.
Marc (que siempre ansió una vida perfecta) se pone finalmente de pié y dice cosas como: tenemos que conseguir chicas bellas, tenemos que conseguir dinero, tenemos que salir los sábados a la noche a bailar.
- Avísale a Marcel -me dice.
Yo le contesto frunciendo el ceño, despidiendo una nube de humo en su cara. Marc dice que ninguna chica se va a acercar a mí mientras siga con esta absurda actitud. No mientras sea un fumón y no me bañe.
- Vete a la mierda -le digo.
Escuchamos en un casete un disco con lo que según Marcel es lo último, pero lo último, de Andrés Calamaro. Dice que es un disco quíntuple, un álbum sin precedentes en la historia. La cosa es que anoche Marcel estaba en un micro sin interesarse por nada en especial, mientras (no sé si regresaba de la Universidad o de la casa de quién) por la radio un tipo comentó que a las once de la noche iban a pasar el último disco de Andrés Calamaro, después de Honestidad Brutal (1999). Así que el disco se llama El Salmón y Marcel lo grabó apenas llegó a su casa. Es noviembre del año 2000.
Nada sigue ningún tipo de ilación y todo parece producto de altas dosis de anfetaminas. Y yo, para variar, sigo fumando mientras me dirijo pasaje por pasaje hasta la casa de Marcel. Los árboles son verdes y están llenos de hojas, y los caracoles este invierno se reproducen con especial rapidez (no quisiera imaginarme cómo se tira un caracol a otro, pero es inevitable) y antes de seguir con este pensamiento, la señora Beltrán, que es una señora algo mayor que pinta cuadros paisajistas y vive en el primer piso de la casa de Marcel, me aborda en una conversación innecesaria cuando todavía no he terminado de apagar el cigarro de marihuana que estoy fumando.
- Hijo, tienes que pasar un día a mi casa a tomar un café.
Asiento amablemente con la cabeza y subo por la escalera caracol (otra vez esa imagen) que me conduce a la puerta donde se supone encontraré a Marcel. La señora Beltrán sigue mirándome mientras revisa algunas de sus flores. Yo sólo espero encontrar a Marcel en condiciones como para discutir algunas cuantas cosas.
- Eres tú -me dice. Se hace a un lado y me deja pasar.
Su habitación está hecha un desastre. No es nuevo, pero por algún motivo cae a pelo con el contexto. Suena el casete pirata en el que anoche grabó el primer disco del nuevo álbum de Andrés Calamaro y yo le digo que me parece bien. Marcel dice que debe ser el único en esta ciudad que tiene las canciones del primer disco de El Salmón. Y yo le digo que eso no debe ser cierto del todo.
- ¿Adónde te estás yendo? -le pregunto mientras me recuesto en el sillón rojo en medio de su sala, y lo contemplo caminar de un lado a otro dejando ropa limpia y ropa sucia por doquier.
Marcel me mira algo confundido, y en seguida dice que va a encontrarse con esa tía afrancesada con la que se acostó hace tiempo. Mira con melancolía la sala. Tiene puesto un par de calzoncillos bóxer que le llegan a las rodillas y una camisa a cuadros algo (completamente) pasados de moda. Y por alguna razón esa imagen me conmueve y pienso en que no le creo nada, porque ese sujeto sabe que yo sé que él está igual de enganchado con Lucciana (a quién yo le presenté, no sólo a él, sino a todos) igual de enganchados que yo, o que Marc, o que cualquiera de nosotros. Y con la diferencia de que él tiene que ir a verla porque a Lucciana se le antoja, a Lucciana se le antoja él y no yo. Y es por eso que Marcel tiene que partir de inmediato a su encuentro.
Salimos de su casa y bajamos por la escalera caracol. La señora Beltrán se despide de nosotros con una sonrisa y el señor Beltrán (no me había percatado de él hasta ahora) lanza una carcajada, y yo me pregunto por qué diablos se tiene que parecer tanto a Roberto Bolaño. Una nube de humo llega a mis narices a la altura del parque. Son la una de la tarde y ya la gente a nuestro alrededor almuerza tranquila en su casa. Marcel se da un tiempo para darme un poco más de fumar y comenta una canción de Calamaro que termina con el sonido de una bomba nuclear. Marcel fuma y se ríe. Comentamos algo sin importancia y en seguida él toma un micro y se va.
Me pregunto si por fin mi pinta de adolescente recatado fue reemplazada por la de fumón sin remedio. Espero que no demore demasiado el cambio.
Me olvidé de avisarle a Marcel que su gran amigo Marc ha decidido cambiar definitivamente de estilo de vida, en vista de que la bohemia marginal que decidimos llevar hace tiempo (nada de consumo, nada de progreso, nada de expectativas de vida) no nos ha traído otra cosa más que una decadencia adolescente. Hace días que no me baño, ni me afeito, ni me cambio de ropa.
El colegio se ha vuelto una especie de criatura antropomorfa que me persigue a todos lados. Mi mejor amigo, Walter (en otras épocas fiel jugador de fútbol en la canchita de cemento e hincha incondicional de Alianza Lima) se unió a nosotros. Estábamos hartos de sistema y del cruel destino de sus detractores, queríamos ser hippies y no nos importó volvernos oscuros. Leímos a Kerouac y leímos American Pycho. Finalmente encontramos a una chica capaz de entendernos, capaz de unirse a nosotros, y resultó todo mal. Resultó que la volvimos mala, y le metimos un montón de cosas erradas en la cabeza. Le enseñamos a usar drogas y ahora ella se salió de nuestro control. Empezó a actuar por sí sola y nos hizo daño. Al menos a mí me hizo daño, y sé que no pasará mucho hasta que esto explote.
Ahora el pacto entre caballeros que teníamos no vale de nada, y se ha vuelto un pacto silencioso, de yo no digo, yo no hago nada, ni me muevo de mi guarida, ni tengo a nadie.
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